Publicada en la edición Nº9 de la Revista D
De los fenómenos desatados por los millenials uno de los más curiosos es su relación con la comida. El foodie, uno de sus subproductos, es un individuo que nunca se cansa de probar platos y restaurantes nuevos. No es precisamente un enamorado de la comida, cosa muy respetable, sino de la “experiencia” de comer usando repetidamente la palabra experiencia. Eso involucra sacar fotos de lo que comen y a veces jactarse, con mucho entusiasmo, de lo que no comen. Al foodie le gusta lo nuevo porque es nuevo y si es extremo, mejor todavía ¿Brochetas de sapos orgánicos? Obvio. ¿Ensalada de totora del Titicaca? Claro que sí.
Prefieren siempre la novedad y les parece entre divertido y despreciable que habemos humanos más simples, que aunque fanáticos de la buena mesa, encontramos regocijo enorme en repetirnos el plato. Los foodies, en cambio, son unos enamoradizos de lo nuevo y se van con el primer plato que les hace un guiño. Infieles culinarios.
En este estado mental me pilló la luz roja donde me ofrecieron comida que un foodie promedio debe encontrar muy fea. Eran unas alcachofas que me miraron detenidamente y no pude sino llevármelas a la casa para sumergirlas en la olla. Eran lindas. Si me pudiera haber bañado con ellas lo habría hecho porque amo y amaré por siempre a las alcachofas. Mal que mal un poto de alcachofa bien carnudo se empieza a disfrutar solo con ponerle los ojos encima.
Es una verdura magnífica que no acepta ser devorada por impacientes que quieren comerlas con tenedor y cuchillo o mascarlas sin haberlas cocinado. Hasta consigue darle unos buenos pinchazos a los atarantados. Para comerlas se requiere elegancia y paciencia. Hoja por hoja se avanza hasta llegar al fondo, al corazón, al poto, al trofeo máximo. La alcachofa no acepta ser acompañamiento, es la estrella del plato, y lo es desde hace mucho tiempo.
Las alcachofas son de alguna parte del mediterráneo, tal vez de Grecia, donde el malas pulgas de Zeus las habría creado después de una rabieta con una polola a la que convirtió en alcachofa. Vaya a saber uno por qué haría algo así el maldito narciso.
Lo que sí sabemos con certeza es que desde el siglo XVI las alcachofas fueron la pasión de los Médici en Florencia, donde tenían abundantes huertos con este generoso vegetal. Catalina de Médici, la primera alcachófaga de la historia, quien se convertiría en reina de Francia y responsable de llevar el tenedor a Paris, comió tantas alcachofas en su matrimonio que casi explota. Le tomó varios días desinflarse y eso que tenía catorce años. Era el año 1575.
Al menos desde ese entonces los italianos son los campeones mundiales de la producción de alcachofas. También ganan lejos cocinándolas y nadie se le acerca en el disfrute que les produce. Ellos comen alcachofas con arvejas, alcachofas con puerros, alcachofas con papas y como si fuera poco, los sicilianos preparan la Frittedda que es una receta de potos de alcachofas, habas, arvejas e hinojos todos juntos como hermanos. Una maravilla que se puede hacer sin problema en estos lares donde los valles son fértiles y la producción de buena calidad.
Para un foodie una simple alcachofa cocida debe ser fea y aburrida. Mal plato para sacar fotos sobretodo cuando ya se han juntado las hojas mascadas en el plato. Para los que gozamos con lo nuevo pero también mucho con lo conocido, hay pocas cosas tan buenas como la nobilísima alcachofa. Sentarse junto a la familia o los amigos y desprender cada hoja tibia que trae consigo un poco de poto, untar las hojas en mayonesa o vinagreta, amontonar las hojas hasta llegar al fondo y sacarle los pelos para pegarle una mascada decidida, es de las cosas que espero repetir invierno tras invierno disfrutando el momento en que no hace falta nada más, ni platos nuevos, ni fotografías, ni restaurantes de última moda que venden la “experiencia”. Basta con comerse un buen poto de alcachofa. Algo es algo.
Receta para el domingo:
La Frittedda
para 6 personas
Este plato siciliano se prepara cuando las verduras están nuevas y tiernas. Si no tiene su propia huerta, la cosa se pone algo más difícil porque conseguirlas nuevas y pequeñas es muy poco probable. Pero de igual forma el mercado local ofrece productos suficientemente buenos que al combinarlos resultan muy sabrosos, tal vez un poco menos que en Palermo, que sin duda le alegrarán la existencia.
- 6 fondos de alcachofas grandes cortados en 4 (sin cocerlos)
- 1/2 limón
- 1 kilo de habas congeladas
- 1/2 kilo de arvejas congeladas
- Eneldo fresco
- 1 cebolla morada picada fina
- 2 cucharadas de aceite de oliva más un buen chorro
- Sal y pimienta
Pele los fondos de alcachofa crudos y límpielos. Córtelos en 4 y póngales limón para que no se pongan negros. Reserve.
Cueza las habas por 3 minutos. Pare la cocción con agua muy fría y pélelas. Reserve.
Cueza las arvejas por 2 minutos y pare la cocción con agua muy fría. Cuélelas y resérvelas.
Pique el eneldo muy fino y finalmente pique la cebolla.
En una olla, la más pesada que tenga, ponga un par de cucharadas de aceite de oliva y dore la cebolla a fuego medio, cuando haya tomado color agregue los fondos de alcachofa y el eneldo y cocine por unos cinco minutos con la olla tapada. Transcurrido el tiempo verifique que la olla no esté muy seca. Si ya se evaporó todo el líquido agregue unas 3 cucharadas de agua. Si tienes dudas es mejor agregar el agua que no hacerlo. Pinche las alcachofas y si ya están tiernas agregue las habas y las arvejas, sal y pimienta y un buen chorro de aceite de oliva. Cocine un par de minutos y pruébela. Si todo está en su punto déjela reposar un par de minutos antes de servir para que afloren todos los sabores. Sirva la Frittedda como plato único o acompañamiento. ¡A gozar!