Publicada en la edición Nº14 de la Revista D
Santiago es un lugar tolerable, siempre y cuando uno se pueda mandar cambiar al menos una vez al año. En ese ánimo, y de puro afortunado, me encontré caminando por Copacabana, la playa de Río de Janeiro. Distraído y con sed entré al primer boliche que se me cruzó y espeté: “cerveisha”. Llegó en un segundo el pequeño vaso transpirado con la Brahma que entró por mi cañería sin la más mínima dificultad. Cómo ahí leían la mirada me trajeron otra de inmediato y depositaron una carta con ofertas de comida mexicana. Como buen turista preso de un sueño, me dejé llevar por el entusiasmo y pedí unas quesadillas con pollo que resultaron ser las más impresionantes del mundo. La preparación, cuidadosamente descongelada en el microondas, entregó todo su potencial a mis papilas desplegando su sabor a pastel de jaibas de antes de ayer. Mientras masticaba incrédulo, mi acompañante hacia rechupete unos nachos con guacamole de estación de servicio. Decidimos partir y enfilamos hacia el norte aunque nos sentíamos caminando hacia el sur. Allá las cosas son distintas.
Copacabana tiene 4 kilómetros de largo y su paseo peatonal paralelo a la Avenida Atlántica, diseñado por Roberto Burle Marx en los años 70, es de los mejores lugares para caminar del planeta. De partida es totalmente plano, hay gente feliz, una brisa agradable y el mosaico de sus veredas que imita a las olas le da vuelo al paseante. A mi me pasó y sin saber cómo ni por qué, terminé sentado bajo un quitasol enterrado en la arena unos pasos más allá del famoso hotel Copacabana Palace, en el puesto Nº 69.
Era domingo y la playa estaba llena. Repleta. No había mucha gente en el agua porque por algún fenómeno la temperatura del agua estaba chilenizada, tampoco había animales ni guaguas llorando. Estaban todos felices y casi todos estaban tatuados. Había tatuajes con palabras como Elizabete, Memento Mori, Rigor Mortis y Zico. Vi a una gorda extreme body positive, que más que una rosa tenía tatuado un rosal completo en el poto, un joven muy joven con un zorro en el pecho, otro con El Zorro en la pierna. Había tatuajes de grecas posiblemente diaguitas o maoríes rodeando bronceados bíceps, caballitos de mar en los omoplatos y dragones desteñidos en varias partes del cuerpo. Todos mostrando sus cuerpos bonitos o feos buscaban y encontraban el relajo dominical.
Yo también me sentía muy relajado y cuando todo estaba bien, se puso mejor. Me dio hambre.
No hubo problema alguno. Desde mi silla levanté el brazo y de inmediato fui advertido por un chef ambulante que ofrecía queso y que, cual alacalufe, acarreaba el fuego en una caja metálica. El chef, acuclillado, avivó las brasas y luego embetunó un trozo de queijo en orégano. Lo cocinó hasta que quedó bronceado y me lo sirvió al estilo de una brocheta. Delicioso. En ese momento apareció un vendedor-garzón ofreciendo cerveza helada. Como yo no soy nadie para rechazar una oferta tan oportuna, me la tomé mientras saboreaba la entrada. Las cosas solo mejoraron porque se acercó otro garzón-vendedor, esta vez vestido con túnica y me ofreció delicias árabes. Opté por una especie de empanada algo lacia que quedará en el olvido y también un kibe que es una bola de carne, cebolla y al parecer algo de arroz. Estaba muy bien aliñada y a la temperatura justa, un agrado. Me di un chapuzón a modo de intermedio y mientras flotaba me cayó la teja. Copacabana más que ser una playa con incontables vendedores ambulantes es O restaurante mais grande do mundo.
Con la película clara, llegó la hora del plato principal. Fui tentado con salchichones rozagantes pero opté por la especialidad de la casa: camarones asados rociados con jugo de lima. Crocantes bichos que maridaban con la brisa marina, se merecían un aplauso y se los di. Mi acompañante, cual pájaro, optó nuevamente por el maíz, esta vez en forma de choclo desgranado que le vendieron con mantequilla. Entre mordiscos le bolseé un trago helado de jugo de coco pero me devolví de inmediato al gollete de una botella de cerveza recién abierta. Atención impecable.
Satisfecho dudé si tomarme un bajativo o un agua de hierbas para deglutir en paz. En este restaurant se pueden hacer las dos cosas al mismo tiempo porque el vendedor de Matte Leao era también barman y no dudó en gotear profusamente la infusión con ron. Así las cosas, ahí mismo pude dormir la siesta. Soñé que cada vez que quisiera podría escapar de la ciudad capital y sus venenos y que volveré acompañado al restaurant Copacabana, aunque sea más tarde que temprano. Algo es algo.
Receta para el domingo
Pasta con camarones
Para 4 personas
Como quedé con las ganas de veranear de inmediato, al llegar de vuelta a Santiago preparé esta pasta que me trajo recuerdos de tiempos en paz, guata al sol y cerveza en mano.
Disfrute usted también de la frescura de este plato veraniego lleno del sabor de los camarones y la frescura del tomate, del perejil y la irremplazable ralladura de limón.
- Sal
- 400 g de pasta larga, como linguini, fettuccini o espagueti
- 450 g de camarones grandes pelados y desvenados (18 a 20 unidades), con o sin cola
- 4 cucharadas de mantequilla
- 3 cucharadas de aceite de oliva virgen extra
- 1 cucharada de ajo en rodajas finas (unos 2 dientes)
- 500 g de tomates cherry cortados por la mitad.
- ¼ de cucharadita de peperoncino, y más al gusto
- ½ taza de vino blanco seco
- ⅓ de taza de perejil fresco picado, y más para servir
- Ralladura de limón, para servir
Hierva una olla amplia con abundante agua y sal. Incorpore la pasta y cuézala hasta que quede al dente.
Mientras la pasta se cocina, seque con cuidado los camarones utilizando papel absorbente y sazónelos con ½ cucharadita de sal. En una sartén grande, caliente la mantequilla junto con el aceite de oliva a fuego medio. Añada el ajo y sofríalo apenas hasta que tome un color dorado pálido, sin dejar que se queme. Incorpore los tomates, el pimiento rojo triturado y una cucharadita de sal; cocine lentamente, removiendo de vez en cuando, hasta que los tomates liberen su jugo natural, unos 6 a 8 minutos.
Reserve ½ taza del agua de cocción, escurra la pasta y devuélvala a la olla para mantenerla caliente.
Agregue al sartén el vino blanco y el agua de cocción reservada. Deje hervir suavemente durante 2 minutos, hasta que la salsa se reduzca y espese ligeramente. Incorpore los camarones y cocínelos hasta que comiencen a tornarse opacos, alrededor de 3 minutos. Vierta esta preparación sobre la pasta y mezcle con suavidad para integrar los sabores. Añada el perejil picado y vuelva a mezclar.
Sirva la pasta en platos hondos previamente calentados. Corone con la ralladura de limón, un toque adicional de perejil fresco y, si lo desea, una pizca extra de peperoncino. Sirva de inmediato y ¡A gozar!