En busca de la sazón perdida

Publicada en la edición Nº7 de la Revista D

A veces el toque mágico se esfuma. Le pasa a los magos cuando los niños les adivinan los trucos, a los tenistas cuando la pelota no alcanza ni a rozar por fuera la línea y también a los cocineros en que un día, obviamente el menos pensado, la sal no sala ni el azúcar endulza. 

Ahí mismo a uno le queda claro que es el momento cuando la vida ha decidido aforrarnos un combo y hay que enfrentar que la sazón se ha esfumado. En ese instante la existencia se pone gris, el espíritu se anestesia como mantecoso en el refrigerador y no hay más alternativa que comer galletas de agua mirando el televisor como si fuera el horizonte en un día de niebla.

Ese día infame en que el cocinero se levanta con dos patas izquierdas y por más que salpimiente lo que se le pase por delante, simplemente no hay caso y todo queda listo, pero listo para irse al tacho. A veces, aunque se siga la receta al pie de la letra las preparaciones no quedan sabrosas porque la cocina no es sólo grados y gramos sino que pasión por el gusto sumado a uno que otro pase mágico conocido como el balanceo perfecto de los ingredientes. Me pasó con un chupe de locos y congrio que me despaché hace unas semanas y le trajo recuerdos a los comensales de estadías en hospitales hondureños, ollas scout y casinos institucionales de los años setentas. Coroné la atención con un café de exquisitos granos cuidadosamente aguados.  

Se pierden muchas cosas en la vida: paraguas, lápices bic, aros, audífonos y tarjetas de crédito. Perder la sazón no tiene nada que ver con perder la billetera o la clave de Netflix. El asunto es más abstracto y también más incómodo y desalentador. Es como cuando se pierde el gusto y el olfato por culpa del Covid. Uno queda perplejo, pero a diferencia de cuando uno se contagia con el bicho, nadie ofrece ayuda porque no hay profesionales ni clínicas que ayuden a recuperar la sazón. La internet está llena de consejos para encontrar cosas, pero no ofrece nada para el cocinero atribulado. Sólo hay ofertas de pegatinas con bluetooth y hasta imaginar un hilo rojo que sale de su pecho hasta su objeto perdido. Además no se puede preguntar ¿has visto mi sazón? como preguntan las mujeres por sus teléfonos mientras miran el interior de su cartera. Nadie quiere andar de pájaro raro por la vida. 

Según la explicación psicoanalítica, perder cosas representa un sabotaje deliberado de nuestros deseos más profundos a nuestra mente racional. En “La psicopatología de la vida cotidiana”, que Freud escribió en 1901, describe “la destreza inconsciente con la que un objeto se extravía debido a motivos ocultos pero poderosos”, incluyendo “la baja estima en que se tiene por el objeto perdido, o una antipatía secreta hacia él o hacia la persona que lo regaló”. El colega y contemporáneo de Freud, Abraham Arden Brill, lo expresó más sucintamente: “Nunca perdemos lo que valoramos mucho”. Pero, ¿cómo es que a uno se le llega a perder la sazón? No logro explicármelo, ni menos que oscurísimas inclinaciones subconscientes andaba acarreando y que causaron tanto daño. 

Encontrar el sabor es mucho más difícil que encontrar las llaves del auto o frases estúpidas de políticos durante sus años de juventud. Pero el gusto por lo delicioso vuelve y se vuelve a poner atención a los detalles. Es casi termográficamente demostrable: la movilidad en la cocina retorna, el calor fluye, el espasmo se disipa, el sabor retorna.

Finalmente llegó el día en que volvió la sazón y el alma al cuerpo. Unas papas nuevas cocidas a punto y doradas en mantequilla y tomillo, champiñones portobello salteados que quedaron bronceados como en Ipanema, medallones de filete hechos con mantequilla y mucha pimienta y sobre todo unos puerros al vino que me devolvieron la confianza. Tal vez, volver a cocinar bien tiene que ver con reconectar con sabores que se habían perdido en algún pliegue del tiempo, en algún recoveco.

Y como dándomelas de Proust, puedo ahora concluir que en cuanto reconocí el sabor del puerro remojado en el vino, inmediatamente el comedor de la casa blanca con tejas de la infancia volvió a mi memoria y se alzó como un escenario, con vista al jardín de adelante donde se paseaban las familias de tórtolas y el sendero escondido detrás de las plantas que llevaba a la calle trasera donde vivía la gente buena y amable del barrio, todo surgió a la existencia a partir de los puerros al vino. Volvió la magia y también la sazón. Algo es algo. 

Receta para el Domingo
Huevos a la tripa

Para 6 personas

  • 6 huevos duros  
  • 6 cebollas grandes  
  • 4 cucharadas de mantequilla  
  • 1 taza de salsa bechamel  
  • Sal y pimienta

Para la salsa bechamel: 

  • 1 cucharada de mantequilla  
  • 1 cucharada de harina  
  • ½ litro de leche entera, hirviendo  
  • Pizca de nuez moscada  
  • Sal y pimienta

Pele los huevos duros y córtelos en mitades.  

Corte la cebolla en pluma, márquela a fuego bajo en mantequilla hasta que esté rubia. Reserve.  

Para la salsa bechamel, derrita la mantequilla a fuego bajo y agregue poco a poco la harina sin dejar de revolver hasta que se forme un roux que esté listo para incorporar la leche, cuando tenga la textura de la arena de la orilla de playa y olor a almendras.  

Una vez listo el roux, agregue poco a poco la leche hirviendo, mezclando con un batidor de alambre hasta que se incorpore totalmente y no queden grumos. Repita hasta que se incorpore toda la leche. Añada sal, pimienta y la pizca de nuez moscada.  

Precaliente el horno a 180 grados.  

En una fuente para horno, ponga la cebolla reservada, la salsa bechamel y los huevos duros, cuidando que no se rompan las yemas. Lleve al horno durante 10 minutos.  

Sirva de inmediato.